domingo, 23 de noviembre de 2008

Sistema Linfático - Evolución Histórica

Se dice que los antiguos griegos, como Aristóteles y los anatomistas Herófilo y Erasístrato, ya habían observado los linfáticos entre el año 348 y 250 a. C. Lo que se dice a este respecto ha sido de oídas, ya que no llegó hasta nuestros días ninguno de los libros de la escuela de Medicina de Alejandría. En el siglo XVI, Vesalio, profesor de anatomía y fisiología en Padua, observó el conducto torácico que él llamó vena alba thoracis; su contemporáneo Estaquillo también describió el conducto torácico equino y le dio el mismo nombre porque contenía un líquido blanco. En 1627, Aselli, de Pavia, ilustró los linfáticos en el mesenterio de perros después de darles de comer (Fig. 1). Demostró la relación de estas estructuras con la absorción intestinal, observando que al puncionar estos vasos se obtenía “un líquido blanco parecido a la leche o a la crema”. El autor siguió los vasos hasta la cisterna de Pecquet en el abdomen, pero concluyó, de manera errónea, que los linfáticos terminaban en el hígado. En 1651, Pecquet, en París, observó que los vasos “lactíferos” del intestino llegaban a la cisterna que recibe su nombre, de ahí pasaban al conducto torácico y finalmente drenaban en “el remolino del corazón”. Pecquet también confirmó sus observaciones acerca de los “conductos lactíferos” en un criminal a quién se le hizo una necropsia después de una comida abundante. Rudbeck de Upsala describió los linfáticos del hígado como “vasos serosos”; en 1653, Bartholin nombró estos vasos linfáticos. Hacia la misma época, George Jolyffe de Inglaterra también reconoció que los vasos denominados linfáticos tenían amplia distribución en todo el cuerpo y llevaban en su interior un “humor acuoso”.
Las observaciones de Aselli se publicaron casi al mismo tiempo que el libro clásico De Motu Cordis, de William Harvey sobre la circulación. Sin embargo, Harvey nunca consideró que los linfáticos tuvieran importancia. El autor creía que “los linfáticos se originaban por casualidad y accidente y se debían a un aporte excesivo de nutrientes”. Después de las observaciones del siglo XVII, la anatomía y circulación de los linfáticos siguió siendo un problema puramente hipotético durante más de 100 años. Los siguientes descubrimientos se llevaron a cabo en la Escuela de Anatomía de Hunter en el siglo XVIII. Estos descubrimientos se deben al trabajo de dos anatomistas geniales y de William Hunter, director de esa escuela. Los dos ayudantes eran William Hewson y William Cruikshank. Hewson, después de renunciar a la escuela de Hunter, publicó un tratado anatómico importante, en 1774, titulado The Lymphatic System in the Human Subject and in Other Animals. Este libro fue dedicado a Benjamín Franklin de Filadelfia, quien, inmediatamente antes de la revolución estadounidense era el mediador entre Hewson y Hunter. El joven anatomista pidió a Hunter conservar algunas disecciones que él había realizado, pero le fue negado.
William Hunter comprendió con precisión la importancia de los linfáticos al decir: “Pienso que he mostrado que los vasos linfáticos son vasos que absorben y que existen en todo el cuerpo; son los mismos que los llamados lactíferos; estos vasos, junto con el conducto torácico constituyen uno de los sistemas grandes y generalizados que hay en todo el cuerpo, con función de absorción; este sistema es el único que absorbe y no las venas; sirve para absorber y llevar todo lo que hay que hacer y mezclar con la sangre desde la piel, el intestino y todas las cavidades o superficies internas donde quieran que existan”. William Hunter era hombre de ideas fijas, sin mucha modestia ni generosidad. Una vez dijo: “si no estamos equivocados, a su debido tiempo esto (los linfáticos) representará el descubrimiento más grande, tanto en fisiología como en patología, que la anatomía haya hecho desde el descubrimiento de la circulación”. La moderna cirugía del sistema linfático todavía no ha cumplido con esta profecía de Hunter, a diferencia de lo que ha ocurrido con el corazón y las arterias. Sin embargo, cabe esperar que el conocimiento del proceso de la infección, junto con intervenciones para controlar HIV y otros estados de inmunodeficiencia, permitan todavía que se cumpla esta expectativa.
En el siglo XVIII, la importancia de los linfáticos fue demostrada por el concepto global de Claude Bernard acerca de los requerimientos de todo mamífero de conservar constante el medio interno que rodea a las células. A finales del siglo XIX, Starling aclaró la relación entre la presión hidrostática de la sangre en los capilares y la presión osmótica coloidal de las proteínas plasmáticas. La hipótesis de Starling junto con las ideas previas acerca de la circulación capilar, llevaron a la teoría de los intercambios capilares, en que la presión osmótica de las proteínas plasmáticas actúa en los capilares, los cuales son relativamente impermeables al paso de las proteínas.
En el siglo XX, de 1930 a 1941, Drinker y cols midieron el paso de proteínas desde los capilares hasta el espacio intersticial, y mostraron que los capilares sanguíneos eran más permeables de lo que se había pensado hasta entonces. Estos autores introdujeron el concepto fisiológico de que los capilares linfáticos eran vasos que servían para hacer regresar moléculas de proteína a la circulación central. En la figura 2 se muestra la relación entre un capilar sanguíneo, el espacio intersticial y un capilar linfático. Este esquema da cuenta del concepto de presión intersticial negativa, si bien esta idea no es aceptada por todos. Es probable que la presión intersticial varíe en los diferentes órganos y tejidos y aumente con el movimiento, el cual a su vez estimula de manera importante el flujo linfático.
Cuando las proteínas pasan al espacio intersticial, éste, con concentración elevada de proteínas, atrae agua. El líquido intersticial subcutáneo, aspirado bajo condiciones de obstrucción linfática en las extremidades, muestra una concentración de proteínas mayor de 1.0 a 1.5 g por 100 ml. Mientras que Starling consideró que los capilares permitían escape de pequeñas cantidades de proteínas, Drinker y cols, y más tarde Landis, mostraron que este escape es considerable y apoyaron el papel de los capilares linfáticos como vasos que regresan moléculas de proteínas a la sangre de la periferia a la circulación central.

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